“Perdí el control”, “Tengo que tomar el control”, “Hay que tener todo bajo control”, “¿Será que no quiero perder el control?”.
Estas son algunas frases que escucho con frecuencia en consulta. Si bien cada una se refiere a situaciones distintas y muy particulares, lo que está de fondo, la mayoría de las veces, es una profunda necesidad de querer controlar a toda costa nuestras emociones y nuestro entorno inmediato.
Evidentemente, es importante tener control de nuestra vida. Controlar nuestros gastos, estar atentos a nuestros hábitos de salud, planificarnos a corto, mediano y largo plazo, ser ordenados y fomentar el orden con nuestros hijos son, sin duda, comportamientos que nos ayudan a alcanzar objetivos y promover nuestro bienestar.
Sin embargo, cuando nuestra necesidad de control sobrepasa los límites, es posible que eventos menores se conviertan en catástrofes emocionales capaces de generar expresiones de rabia intensa o angustia desmedida e, incluso, desencadenar enfermedades que pueden ir desde resfriados recurrentes, lesiones musculares hasta enfermedades auto-immunes.
Tener la expectativa que es posible tener control absoluto de nuestras emociones, invertir demasiado tiempo en que nuestra casa esté absolutamente ordenada, no encontrar un espacio para tomarnos un café con una amiga porque hay muchas cosas en la lista de deberes, esperar que nuestros hijos estén en el cuadro de honor o invertir demasiadas horas en la cocina para que los niños coman balanceado hasta los fines de semana, pueden ser indicadores de nuestra necesidad exagerada de control y exigencia.
La mayoría de las veces esta necesidad no es consciente y sólo nos damos cuenta que algo no anda bien cuando un evento aparentemente menor, que no habíamos contemplado, nos “hace perder el control” o cuando recibimos un diagnóstico médico.
Si bien nos es fácil asumir los errores con tranquilidad, cambiar los planes, no sentirnos apenados cuando llega una visita y en el sofá está la ropa del día anterior o llorar en la calle porque extrañamos a un ser querido, valdría la pena, al menos de vez en cuando, “relajarse un poco”, tomarse tiempo para compartir con personas cercanas y asumir que no es posible tener todo bajo control. De esta forma podremos procurarnos la felicidad y, además, podremos enseñarle a nuestros hijos a disfrutar más la vida.