La inmigración es un proceso difícil para cualquier persona, incluso para quienes se han preparado durante mucho tiempo antes de llegar. Es una experiencia que va acompañada de una gran carga emocional y física.
Adaptarnos a una nueva casa, nuevas rutas, cambios de clima, comprender los códigos de una nueva cultura o aprender un idioma, son algunos de los retos que conlleva un cambio de país. Si, además, venimos con familia, se suma la necesidad de acompañar a nuestros hijos, así como compartir y adaptarse al proceso de nuestra pareja.
Emigrar a otro país es un cambio y como tal involucra emociones vinculadas a la ansiedad frente a lo desconocido y, con mucha frecuencia, despierta dudas de nuestras propias capacidades para enfrentar los nuevos retos. Pero también aparece la tristeza por lo que dejamos en nuestros países (logros profesionales, familia, amigos, etc.), lo que implica la necesidad de elaborar el duelo por las pérdidas.
Esta combinación de emociones, ansiedad, tristeza, nostalgia, puede manifestarse de múltiples maneras y depende mucho de la historia personal de cada uno. Sin embargo, con frecuencia es vivida como una emoción intensa que viene acompañada de opresión en el pecho, pensamientos recurrentes de incapacidad (“esto es muy difícil”, “yo no sabía que esto era así”, “no sé si pueda lograrlo”), irritabilidad y, sobretodo, una cierta hipersensibilidad a las críticas o señalamientos de las personas cercanas (parejas o hijos), generando instabilidad familiar, conflicto de pareja y poca tolerancia con nuestros niños.
A veces se manifiesta solo a través de la aparición de síntomas físicos como dolor de cabeza, dolor de espalda, resfriados repetitivos, malestar estomacal o caída del cabello, entre otros, siendo en estos casos mucho más difícil de detectar, porque la persona acude al médico o se automedica sin lograr precisar que los síntomas son una consecuencia directa de la ansiedad o la tristeza.
Si bien la adaptación casi siempre se logra en los procesos migratorios y requiere de un tiempo que según algunos expertos oscila entre 2 y 5 años, es absolutamente necesario identificar las emociones que pueden interferir con este proceso, ya que si no son atendidas a tiempo, esos primeros síntomas se cronifican y se transforman en patologías más complejas como la diabetes, cardiopatía, enfermedades inmunológicas, entre otras.
Si bien resulta difícil evitar que la ansiedad y la tristeza nos acompañen durante la adaptación al cambio, lo que sí es absolutamente necesario es hacerle frente a estas emociones de manera activa:
- Mejorar nuestros hábitos alimenticios, incluyendo ingesta de frutas y vegetales en las tres comidas principales,
- Hacer ejercicio al menos 3 veces a la semana
- Establecer objetivos claros y realistas a corto y mediano plazo
- Planificar actividades cada semana para cumplir los objetivos y hacerles seguimiento
- Ser flexibles y tener la capacidad de replanificar y establecer nuevos objetivos cuando sea necesario
- Encontrar al menos una actividad placentera que involucre desplazamiento físico y realizarla sin falta al menos una vez a la semana como bailar, clases de yoga, montar bicicleta, ir al cine, tocar un instrumento musical.
En ocasiones, la angustia y la tristeza pueden llegar a sobrepasarnos y convertirse en un problema mayor. Si además comenzamos a tener trastornos del sueño (dificultad para quedarse dormido, despertar frecuente a lo largo de la noche o no lograr un sueño reparador), falta de apetito, dificultad para concentrarse o mantener la atención, llanto frecuente, irritabilidad y pérdida de interés en actividades que nos gustaba realizar anteriormente, posiblemente estemos desarrollando una depresión que requiere de atención especializada.
En este caso es necesario buscar ayuda profesional especializada para evitar que nuestro proceso de adaptación sea todavía más complejo.